otorrinos y editoras folk

martes, 12 febrero 08. Hemos pasado unos días en el campo y tenemos que recoger. Nadie sabe dónde están las palas plegables. Les digo a los amigos que no se preocupen porque soy especialista en encontrar cosas que se pierden. Josemari me da las gracias y me dice que me corte el pelo porque me quedaba mejor cuando lo llevaba como él. Busco las palas dentro de cada árbol y en cada agujero que encuentro en la tierra. Entro en una casa de madera donde parece que haya pasado un tornado. Me asomo a la ventana del piso más alto y veo a mis amigos como hormigas recogiendo las tiendas de campaña. De repente la casa empieza a rodar. Estoy atrapada. Me pongo un colchón sobre la cabeza y grito por la ventana para que sepan que estoy allí.
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Alberto y Caína me acompañan al otorrino. Mientras no nos atiende, curioseamos la casa. Las paredes son verdes y no hay muebles ni cuadros, sólo una nevera vieja que hace mucho ruido. Al fondo del pasillo se ve un cuarto de baño bastante sucio. La enfermera dice que suba. La sala está cubierta de plástico y e propio otorrino lleva un traje hecho con plástico de burbujas. Las costuras de su atuendo están cosidas con esparadrapo. Cuando entro, le tiendo la mano, pero él ni me mira. Cuando entran detrás de mí, Alberto y Caína, el otorrino loas saluda con amabilidad y le dice a Caína si está mejor de su neumonía.
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Estoy limpiándole la cocina a mi suegra. Rebaño con una cucharilla cada hendidura. Saco puré de calabaza de todas partes. Limpio tan afondo que me llevo los dibujos de la cocina y los remates de plástico. Mi suegra me enseña unas telas que ha comprado. Una es de rayas blancas y rojas. Dice que es para hacer una sábana. Le digo que le han vendido una tela elástica de poliéster y que eso le dará muchísimo calor. Me dice que ya las coserá ella y que no sé nada de telas.
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He quedado con un grupo de poetas, todas mujeres, en un bar. No sé cómo debo vestirme. Llaman a la puerta, así que me coloco una gabardina blanca con dibujos infantiles que había sobre la cama. Cuando salgo a la calle, me doy cuenta de que no llevo nada debajo. En un bar están las poetas sentadas alrededor de una mesa con cuadernos de espiral, escribiendo como si hicieran los deberes. Una de ellas me pregunta y ya se publicó la entrevista a Muñoz Quintana. Le digo que sí, pero que todavía no la ha leído. Se va a enfadar, me dice. Siempre se enfada, le respondo. Una chica que escribe poemas a toda prisa con letra infantil, me dice que ya ha llegado la editora. La editora no es otra que Isabel Pantoja. Todas aplauden. Cuando llega a mi altura, me pasa la mano por el hombro y me dice, no voy a consentir errores.