gran lewoski y niño sensato

sábado, 29 marzo 08. Carlos Navarrete cuida de un castillo abierto al público. Cuando cierran, nos dice a los amigos que entremos a verlo saltando una cadena. Antonio Blanco insiste en que no lleve al restaurante del castillo, ahora que no hay nadie. Carlos dice que se está jugando el puesto, pero mientras lo dice ya estamos en el comedor. El comedor sólo tiene alfombras en el suelo, ningún mueble, ninguna comida. Jaime anda por allí con su mascota, una iguana. Alguien propone que nos la comamos. Oímos ruido fuera. Carlos dice que no deberíamos haber entrado porque están atacando el castillo. La iguana huye entre dos piedras de la pared y propongo que la sigamos. Al mover las dos piedras, entramos en el dormitorio de una pareja de ancianos. No estoy segura de si están muertos o dormidos. Tampoco sé si hemos viajado en el tiempo o estoy soñando. La mujer se despierta y regaña a Alberto por haber movido un mueble de sitio. Alberto dice que sólo lo hizo para esconderse y que ella debería hacer los mismo. Los dejo discutiendo y salgo del castillo siguiendo a la iguana. Es de noche y en los jardines hay una fiesta. De lejos veo a Daniel y corro hacia él. Va vestido igual que El Gran Lewoski. Cuando me ve, se tira de cabeza a un váter portátil para que me ría. Ya sé a quién estás imitando, le digo. Nos reímos. Me enseña los jardines como si fueran suyos. Se le ve muy feliz. Me explica que están celebrando que va a ser padre. La madre de Daniel nos saluda desde lejos. Al acercarnos me abraza y llora y dice que está muy feliz por mi embarazo. No sé cómo decirle que no soy yo quien está embarazada sino Ángeles. Está tan contenta que soy incapaz de contradecirla. Si es una niña le pondré tu nombre, le digo. Cuando me alejo con Daniel, le digo: Ves, ya te dije que esto era un sueño.
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Mi suegra ha muerto y se supone que llevo varios días encerrada en una habitación tocando sus zapatos y su bolsa de aseo. En el piso de abajo continua la vida, oído cómo se suceden visitas y almuerzos. Un niño de unos diez años con el pelo alborotado se me acerca, me dice que lo he decepcionado, que pensaba que yo era más fuerte. Le enseño la suela de los zapatos y le digo: Ni siquiera pudo estrenarlos. El niño apunta lo que digo en un cuaderno. Mientras abro y cierro una barra de labios, que tampoco llegó a usar, el niño me da un beso aprovechando que estoy sentada en el suelo, a su altura. El niño me coge de la mano y dice que tengo que comer algo porque llevo más de un mes encerrada en esa habitación. Tienes que bajar y continuar tu vida, dice. Me arrodillo para estar a su altura y lo abrazo. El niño vuelve a besarme y dice que será la última vez que nos veamos. La habitación se convierte en bufet. Todos los platos llevan mayonesa. La mesa está custodiada por hombres con traje y gafas de sol que me tienden platos amablemente. Y me vigilan. Le pregunto al niño quiénes son. El niño anota mi pregunta en el cuaderno. Pruebo una ensalada de naranja con mayonesa. Todo sabe igual. ¿Es comida de plástico?, le pregunto. El niño sonríe. Nos alejamos de las mesas, llevo el plato de ensalada en la mano, uno de los hombres nos vigila unos pasos atrás. Vais a ser los primeros en saberlo, les digo, voy a escribir un libro que se titulará Aitor, y hablará de la última vez que fui feliz.