el efecto byrne

lunes, 26 mayo 2008. Corro para coger un bus que debe llevarme al aeropuerto. Hay varios aparcados y según me acerco, van cerrando la puerta. Entro en uno por los pelos. Dentro hay sólo tres personas. El bus se desvía y nos lleva a una nave industrial. Nos dicen que bajemos que muy malos modos y nos encierran en una habitación con muebles rojos. Delante del sofá hay una ventana. El sofá tiene mandos. Pienso que es una prueba que debemos superar. Le doy a los mandos para ver qué combinación abre la ventana. Los otros tres pasajeros no me ayudan, se tumban en la cama como si nada y leen revistas. Después de un rato buscando cómo salir de allí, consigo abrir la ventana y aparece otro espacio. Es geométrico con escaleras de chapón muy finas. Avanzo a cuatro patas y noto como van rompiéndose detrás de mí. Un hombre que se parece a Antonio Banderas abre la siguiente ventana. Se ve una calle llena de personas atareadas disfrazándose. Cuatro de ellas son esqueletos y se van pegando trozos de músculo, piel y ropa, hasta quedar disfrazados de humanos. El hombre me dice que me prepare, porque ahora me toca demostrar lo que soy capaz de hacer. Me pregunta si he notado el efecto Byrne. Le digo que si lo dice por los esqueletos, no me han asustado lo más mínimo.
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Estoy sentada en la calle hablando con mi tía Encarna. Ella habla en francés todo el tiempo, yo le respondo en español. Dice que el francés lo aprendió en Colombia, donde vivió diecisiete años. Yo sé que es mentira, pero no la contradigo. Un chico que se parece a Enrique de Inglaterra me cuenta, también en Francés, una historia sobre una prima suya que han pillado besándose con su novio. Ha salido su foto en todas las revistas, dice. Veo pasar a un hombre calvo con una trenza larguísima. Hay muchos monos, dice el chico. Pienso que en qué haré si mi tía me obliga a casarme con él.