humo, salmón y desfile

domingo, 18 octubre 2009. Alberto insiste en que entremos en una iglesia. Están en plena misa. Un señor muy mayor fuma a nuestro lado. Alberto le dice que es de muy mala educación fumar dentro de una templo. Dos señoras que hay sentadas delante se vuelven con sus cigarrillos entre los dedos y nos echan el humo a la cara. Junto a ellas está sentado mi padre, también fumando. Salimos de la iglesia, Alberto muy indignado. En la plaza de la iglesia está toda mi familia, inclusos los hijos de los primos de mi padre, saludándose y abrazándose efusivamente.
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Estoy en lo que parece el patio de una casa de campo. Hay familias con hijos. Un niño de unos cuatro años se acerca corriendo hacia mí, me abraza y me dice en inglés cuánto me quiere, cuánto me ha echado de menos. Mientras, a mi lado, una chica remueve con un palo unas rodajas de salmón que hay en una caldera que tiene en el suelo, entre los pies. Carlos Modia aparece con un plato vacío para que la chica le sirva salmón. Me pregunta cómo me va viendo con mi suegra. Le digo que estoy aprendiendo mucho y que gracias a estar allí ahora tengo un blog. Mientras le hablo imagino mi casa de Mijas vacía con las puertas de la terraza abiertas.
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Acompaño a Ángeles a comprar unos cosméticos. Se prueba barras de labios y sombras de ojos, quiere que yo también me las pruebe, pero le digo que no me gusta maquillarme. Envidio la facilidad con la que habla con la dependienta de marcas y distintos nombres de colores que a mí me parecen el mismo. Me pruebo uno en el dorso de la mano y la dependienta me mira mal, mientras que a Ángeles acaba de regalarle un líquido amarillo para el pelo, y hasta le da a probar lo que parece un postre. Antes de que se lo lleve a la boca, lo rocía con nitrógeno líquido. Las dos ponen cara de placer. Veo pasar a Alberto y lo sigo. Un desfile de clics de Famobil de tamaño natural y vestidos con capas rojas se interpone un mi camino y hace que lo pierda. Corro por una rampa mecánica que de repente se para y de repente comienza a marchar en sentido opuesto. De todos modos sigo subiendo. Una señora aplaude mi agilidad. Salto, voltereta, caigo de pie y la saludo. He perdido definitivamente de vista a Alberto. Me echo a llorar. Una chica me agarra del brazo, dice que no me preocupe, que ella tuvo que engordar 50 kilos para una película y que eso es mucho peor. Me acompaña a las puertas de un edifico oficial donde veo a Joan Masip esperándome. Me extraña que lleve ropa de color claro, pero no le digo nada, me abrazo a él y sigo llorando.