virginia y el supuesto vicente

jueves, 22 octubre 2009. Mi hermana ha vendido mi bicicleta de carreras. Tiene que llevársela a un portugués que vive en el pasaje que hay cerca de la casa de mis padres, donde siempre quise jugar de niña. Un chico pica piedras a la puerta del edificio, lo saludo en portugués. Se ríe y nos saluda con el mazo. Mi hermana desaparece con la bici y su nuevo dueño, mientras la espero miro vitrinas y estanterías, una chica abre una puerta y me dice que entre. Es Virginia. Tienes que ver esto, dice. Estamos rodeadas de montañas de basura, basuras ordenadas por materiales y colores. Montañas de trapos de flores, montañas de trapos de cuadros, montañas de botellas de plástico amarillo, montañas de tapones de corcho. Virginia y un chico que se parece a Vicente Muñoz Álvarez, bajan una de las montañas corriendo, al llegar abajo las piernas se le hunden en barro, se dejan caer, juegan a salpicarse como si estuvieran en la orilla del mar. No comprendo cómo no les importa ensuciarse, aunque siento mucha envidia. En una pantalla enorme que hay al fondo veo una escena en la que una pareja de ancianos desnuda a Virginia y al supuesto Vicente, los besan, los tocan con las manos llenas de barro. Pienso que lo que veo en esa pantalla es lo que está sucediendo en la cabeza del supuesto Vicente, que en ese momento me mira y saluda. ¿Has notado el terremoto?, dice Virginia completamente feliz. No le digo que sólo se trata de una máquina de asfaltar. Lo que sí le digo es que quiero irme a casa, estoy muy cansada, le digo. El supuesto Vicente me coge en brazos como si fuera una niña. Su ropa vuelve a estar limpia y huele a pan.
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En la entrada de la casa de mi abuela hay un taquillón enorme lleno de piedras. Las voy sacando, las limpio y las envuelvo en papel de seda. Un hombre me pregunta en inglés de dónde es cada una. Todas son de aquí, le digo en inglés. No hacemos nada, yo limpio las piedras y él me mira, pero me siento absolutamente feliz, pienso que podría pasarme así el resto de mi vida. En ese momento llega mi suegra y me pregunta si podé los geranios y si he visto lo que la lluvia ha hecho con el laurel.
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Hay una lectura en una clase que, por el tamaño de los pupitres, parece de parbulitos. No tiene ventanas, está rodeada de puertas abiertas que dan a un patio. Le pregunto a una chico si la lectura ha terminado. Dice que sólo la primera parte y que todos los poetas estaban borrachos. Me fijo en que sólo tiene una pierna y aun así parece muy feliz. En un rincón, veo a Jacinto Pariente intentando quitarse un zapato. Meto un dedo por un agujero y le rasco la planta del pie. Ya no me duele, dice. Un tipo que pasa a nuestro lado, al ver la escena, dice: Los poetas jóvenes me dais asco.