lápices, basura, locos y naranjas

jueves, 4 febrero 2010. La poeta Virginia Aguilar saca punta a un montón de lápices sobre la mesa de la terraza. Así estaré preparada por si me piden que dedique mi libro, dice con gesto de niña al ver mi cara de asombro. Pienso en el polvo de grafito que hay sobre la mesa, en si sería posible usarlo como sombra de ojos.
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Camino con mi amigo Juan Luis por una calle de Tenerife. Los dos miramos de reojo las basuras por si vemos algo interesante. Dejo pasar una bolsa llena de agendas por vergüenza. En otra, veo una caja de zapatos llena de estampitas de comunión antiguas. Juan Luis, coge la caja y me la da. Que no te dé vergüenza, dice.
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Estoy buscando a Alberto por los pasillos de un hospital. En casi todas las puertas hay señales de tráfico que bien me prohiben la entrada, bien de sentido obligatorio. Le pregunto a una chica dónde está la sala de espera. Señala con el dedo una habitación casi a oscuras. Parece una cancha de baloncesto con bancos desperdigados. Todos los que están allí parecen locos de atar. Me siento junto a un chico que parece normal. Me acaricia el pelo y me pregunta por qué me han encerrado. Le digo que sólo estoy esperando. Como todos, dice. Me lleva a un lavabo que hay en la pared, me lava las manos con cuidado. Del grifo sale barro líquido, sin embargo las manos me han quedado muy limpias. Están perfectas, ya puedes irte, me dice entusiasmado.
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Mi suegra está preparándose el desayuno en la cocina de la casa de mi abuela. En la bandeja hay comida para seis personas. Me pregunta si en ese barrio roban mucho. Le digo que sí para asustarla y que no abra la puerta a desconocidos. No quedan naranjas, dice. De repente me doy cuenta de que donde debería estar el frigorífico hay un naranjo cargado. Le doy una. Esas no me gustan, dice. La abro y la pruebo, está amarga. Haré mermelada, le digo.