coincidencias y barro

jueves, 16 diciembre 2010. Veo en la tele un reportaje sobre Pepo Paz y su editorial. En una de las imágenes aparece delante de un póster antiguo de un niño comiendo galletas. Es el mismo que cuelga de la pared de la que se supone es mi casa. Me parece una casualidad enorme. Pongo el póster sobre el sofá e intento hacerme una foto con disparador automático para enviársela. La cámara se cae más de diez veces, se hace de noche, el flash no funciona. Imposible hacer la foto.
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Mi hermana dice que tengo que ordenar sus collares. Me señala el sofá, hay más de cincuenta. Miro las paredes y están llenas de alcayatas desnudas. Pero yo no sé en qué alcayata va cada collar, le digo.
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Una de mis tías me envuelve todo el cuerpo en barro. No te muevas hasta que se seque, dice y se va. En la habitación empieza a entrar gente. No sé qué hacer.
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Una de mis tías dice que mi prima Cristina no podrá hacer la comunión en mayo. La hará en junio, en Talavera de la Reina. No sé cómo se lo tomará la familia porque la mitad no podrá venir, dice. Lo más importante ahora es encontrar un vestido blanco, dice. No comprendo nada. Mi prima hizo la comunión de niña, ya es madre de familia. La veo tan ilusionada con el tema que no le digo nada. Me vas a ayudar con los preparativos, ¿verdad?, dice. Claro, pero si el vestido es blanco parecerá una novia, le digo.
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Camino por la calle con mi madre y una de mis tías. Vemos una medalla azul con la imagen de una virgen, pero ninguna de las tres nos atrevemos a cogerla. Te has quedado con las ganas, le dice mi tía a mi madre. Mi madre se pone muy triste. Unos pasos más allá hay otra medalla más pequeña en un charco. Me da un poco de asco, pero la cojo, la seco en mi ropa y se la doy a mi madre. Ya es tuya, le digo.
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Bajo a un sótano de lo que parece un hospital. Entro decidida a una de las habitaciones. Mi abuela está en una de las camas. Las camas están a ras del suelo. Me siento a su lado. Menos mal que has venido, me dice, el médico dice que es verano y yo estoy convencida de que es invierno. Es invierno, le digo. Mi abuela sonríe, tira para ella de las mantas y se duerme.
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Estoy al fondo de un salón de actos. Un tipo pone cedés y dice que va a hacer cantar a todo el público. Suena una canción que no conozco, pero el resto la canta a gritos. Un tipo del público mira hacia atrás y grita: ¡Mimbre! Me señala, me pregunta a gritos qué significado tiene la palabra mimbre en esa canción. No lo sé, le grito ahuecando las manos para que me oiga. Tú debes saberlo porque todos tus amigos son homosexuales, grita. Pienso unos segundos, cuento con los dedos. Sólo la mitad, le respondo a gritos. Además, en la canción mimbre significa andamio, concluyo.
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Voy por un camino de barro con otras personas. Una de ellas me ensucia las manos y me las restriega por la ropa. Le digo que es la ropa que tengo para toda la semana. Se ríe. Llegamos a una especie de canal estrecho con barcas muy pequeñas. Hay que tumbarse para pasar por debajo de algunos puentes. Nos bajamos en una especie de residencia. Todo está muy sucio. Al menos no tengo que compartir la habitación, pienso. Suena el teléfono, Dani aparece de repente y descuelga. Peleamos. ¡Quiero mi teléfono!, grito. Lo consigo. Es Carlos. Te he oído, dice, tú quieres el teléfono y yo te quiero a ti. Estoy en el cine, dice. ¿Lo sabe tu madre?, le pregunto, pero ya ha colgado.