maletas, mentiras, desorden y flores asesinas

miércoles, 1 diciembre 2010. Estoy en un aeropuerto enorme y vacío. Ya tengo mis maletas, sin embargo busco la cinta de mi vuelo. En la cinta sólo hay periódicos desordenados que intento reconstruir, pero no tienen el número de página. De repente me doy cuenta de que he dejado mis maletas en el otro extremo del aeropuerto. Intento acercarme a ellas, pero la sala se llena de gente y no me dejan avanzar.
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Mi cuñada se ha teñido el pelo de negro y lo lleva al estilo de Camarón. Se queja de que, cuando estaba sacando al perro, un vecino la ha confundido con pelusas y ha intentado barrerle la cabeza. Mi madre y mis tías la consuelan, me miran para que yo también le diga algo. No digo nada, creo que miente, porque ella nunca ha tenido perro.
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La casa está muy desordenada. Los muebles están cambiados de sitio. Alberto dice que debería estudiar porque los exámenes están cerca. No sé de qué exámenes me habla, pero a la vez pienso que no he estudiado nada. Mi hermana y mis primas son niñas y sacan los libros de la estantería con las manos llenas de mermelada. Mi hermana dice que es una pena que haya que devolverlos. No sé de qué habla. La cocina también está manga por hombro. Mi madre dice que el triturador de naranjas se ha atascado por culpa de los vecinos. Están cambiando el suelo, me dice como si fuera un gran secreto. Le digo que no sé lo que es un triturador de naranjas. Yo le llamo así al fregadero, dice muy contenta. El fregadero está hasta arriba de agua color óxido. Veo pasar a mi suegra, lleva unos calcetines blancos, sin zapatos, y pienso que puede resbalarse. Corro hacia ella, dejo a mi madre en la cocina y a las niñas con las manos sucias pasando las páginas de mis libros.
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Intento cruzar la calle, pero hay demasiado tráfico y demasiada gente. Un chico me pregunta si esos paneles que han puesto junto a los semáforos son relojes. Le digo que no, que seguramente sólo sean para que la gente no se aburra. Al chico le parece un chiste tan buen, que suelta una carcajada desproporcionada. Ten, me dice y me entrega una maceta de flores blancas diminutas. Se pone a llover y nos resguardamos en un portal. Dos amigos del chico se ponen pesados, quieren que vaya con ellos a no sé dónde. Arranco las flores de la maceta y se las lanzo con todas mis fuerzas. ¡Flores asesinas!, gritan. Se les quedan pegadas a la ropa como si fuera confeti. Aprovecho su desconcierto para huir.