vagones

sábado, 8 enero 2011. Camino con mi suegra por lo que parece un barrio abandonado del este de Berlín. Ella dice que es todo muy feo. ¿Cuál es la ciudad que más te ha gustado?, pregunta. Nueva York y Berlín, le digo. Qué mal gusto, dice, tenías que haber dicho París. Las calles se han convertido en vagones de tren. En el primero hay un campo de setas. Todas son distintas. Cojo una amarilla muy bonita. No te la comas, puede ser venenosa, dice y pienso que si alguna vez quiero suicidarme sólo tendré que comerme unas cuántas. En el siguiente vagón, Zach Braff estrella contra el suelo calabazas de porcelana. En último es un dormitorio. Miro en los cajones. Hay muestras de loción azul para el pelo. Cojo unas cuantas para llevárselas a mi padre. Sobre un escritorio hay una agenda encuadernada en cuero burdeos con el nombre de Rusiñol en letras doradas. Dentro hay apuntes y dibujos a tinta. Me lo guardo también para llevárselo a mi padre. Aparece un niño, dice que lo lleve conmigo. Eso es imposible, le digo y entro en el armario. Tomo asiento y espero a que despegue, como si se tratara una nave espacial.