monjas

jueves, 11 agosto 2011. Virginia y yo estamos a la espera de que nos den una habitación en una residencia que llevan unas monjas. Oigo cuchichear, hablan de que ya han repintado los milagros del techo. Este años han picado muchas, dicen entre dientes. Quiero irme, miro a Virginia y entiendo por sus ojos que también quiere largarse lo antes posible. Nos acercamos a una mesa donde una monja nos dice que es imposible que nos marchemos porque no han pasado las tres noches que habíamos convenido. Virginia dice que le pagaremos de todos modos. La monja hace sus cuentas y nos dice una cantidad exagerada. Le damos la cantidad exacta para que no nos ponga pegas. Virginia deja el dinero sobre la mesa y se va. Tienes que devolverme el cartoncito que te di, me dice la monja agarrándome el brazo. No sé de qué me habla, pero busco en mi cartera y le enseño varios cartoncitos con forma de tarjeta de visita. Elija el que quiera, le digo. Toma uno de mala gana. Una vez fuera, Virginia dice que tiene frío. Le subo el jersey de cuello alto hasta las orejas. Dice que tenemos que volver, que ha olvidado la maleta junto a la mesa de la monja. Le pregunto si le tiene tanto aprecio a su ropa como para ir a recuperarla. No contesta, echa a correr. La sala donde estaba la monja es ahora un paraninfo inmenso. Parece que acaba de empezar un examen. Tardamos mucho en bajar. Una profesora nos pregunta en francés qué hacemos allí. Salimos a la carrera sin decir nada. Nos encontramos un pasillo en cuesta de paredes azul oscuro, mal iluminado. No se ve el final a ninguno de los dos lados. Hacia abajo, digo. Hacia arriba, dice Virginia y echa a correr. Corro un tramo detrás de ella hasta que desaparece. Oigo voces y risas, echo a correr en sentido opuesto.