de no andar a volar

miércoles, 26 octubre 2011. Estoy cruzando el parque. El semáforo está a punto de cambiar, pero el cuerpo se me queda atrás al andar. Tengo que ir tirando de mi cuerpo con las manos, incluso ayudar a una mano con otra para evitar que me atropelle un coche. Llego a duras penas a la casa de mi abuela (se supone que ahora es mi casa). En el bloque de enfrente oigo hablar a mi madre, tienes las ventanas abiertas. Agito los brazos desde la acera para que me ve, le digo por señas que baje la voz. Es imposible que puedas oírme desde ahí, dice a gritos.
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Mi tía Encarna tiene que ir a algún sitio, pero está muy cansada. La tomo de la cintura y tras un pequeño impulso sobrevuelo con ella la ciudad como si fuera Superman. Incluso me atrevo a planear entre edificios altísimos y dejarme caer en picado para retomar el vuelo un segundo antes de caer. Mi tía quiere que pare, señala una playa llena de piedras. Le digo que si paramos no llegaremos a tiempo. Es que he perdido un zapato, dice.
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Parece que estoy al cuidado de unas cuantas niñas en una casa de dos tipos que hacen yoga sobre un colchón en mitad de su salón. Por allí anda un mono muy estilizado con el lomo plateado. Mientras las niñas están en la cocina (las oigo reírse) digo algo que hace reír a carcajadas a los dueños de la casa. Me fijo en que el suelo está lleno de canicas y muñecos Dunkin, pero no me atrevo a pedirles ninguno. Entra de repente un policía con el antiguo uniforme marrón. Cuando se quita la gorra descubro que es Eduardo, pero al ir a saludarlo entra sin mediar palabra en el cuarto de baño. Una de las niñas dice que ha perdido nosequé muñeca. Yo le voy señalando cada muñeco Dunkin que veo, pero la niña cada vez llora más fuerte.